El corazón de Chiké, la historia de Axier, con un fondo de textura de madera y un brillo verdoso en las palabras

—Oye, ¿debería tener una voz en mi cabeza?

2017.

En Miracruz, lo primero que le dicen a los niños que ingresan en agosto es que la Sala de los Objetos posee vida y magia propia. Ningún niño que entrase podía salir de ahí sin un objeto y el que sería su compañero durante los años de estudio.

Llamarla “sala” no es del todo correcto. Para empezar, es casi un almacén que aparece cuando se requiere y se desvanece cuando lo considera apropiado. Nadie le puede dar órdenes, igual que sucede con una gran variedad de habitaciones, plantas y artículos del resto del colegio; es lo que ocurre cuando se impregnan de tanta magia. Es caprichosa y a veces malhumorada.

Un par de ocasiones se ha registrado que las pruebas para compañeros de cuarto tuvieron que hacerse en una fecha distinta a la pautada, porque la sala no quiso mostrarse.

La sala estuvo de buenas cuando le tocaba al grupo de Axier.

—Daria, Daria. Axier Daria —Una profesora anciana, casi por completo escondida bajo capa tras capa de ropa, cabeceó en dirección a la entrada—, tú también tienes que pasar, muchacho, ¿qué esperas?

El procedimiento era muy simple; después de que sus representantes conversaran con la profesora Quimera les daban un par de semanas para recoger sus pertenencias y viajar hasta Miracruz. Ponían un pie dentro del terreno cuando otros niños de once años aún estaban de vacaciones.

El mismo día de su llegada los formaban para ingresar a la Sala. Pasillos estrechos y otros más anchos, escaleras en los costados, estantes bajos y algunos que alcanzaban el techo, mesas y exhibiciones con agujeros en los cristales. Eso era la Sala.

Un espacio de magia pura, el claroscuro producto de la escasa iluminación que accedía por el tragaluz mal ubicado y un montón de polvo mágico con aroma a antigüedad, a encierro.
Lo único que debía hacer era elegir un objeto y salir con su compañero.

Sólo existían dos objetos de cada tipo, miles, puede que millones de ellos, y podían seleccionarlos por cualquier método. Se les permitía ir juntos, hablar entre ellos, sujetarlos para asegurarse de que no fuese ese. Cuando lo encontrasen, lo sentirían.

Su hermana solía contarle lo que era hallar “tu objeto”.

Una sensación fascinante, un hormigueo en la piel, tibieza en el pecho, el cosquilleo en las yemas de los dedos que te servía de aviso, ese tirón de tu cuerpo que te llevaba al preciado objeto, y con este, en busca del compañero. Los compañeros eran muy relevantes en Miracruz, ya que todas las habitaciones se compartían. Se creía que los objetos conectaban a aquellos destinados a aprender algo del otro, jamás fallaban y nadie se quedaba solo.

Axier conocía las historias, no sólo las que Verónica le narraba, sino también las del resto de su familia. Todos fueron brujos. Todos asistieron a Miracruz. Su tradición se remontaba a siglos y los objetos, cómo los encontraron y a qué compañero los guio (y el por qué a ese, sobre todo) fueron sus cuentos preferidos de pequeño.

El suyo no podía quedarse atrás.

Pero también existía ese miedo. Leve y tímido consigo mismo, un miedo que era como un animal diminuto que prefería meterse a un escondrijo y observarlo desde un rincón de su cerebro, porque sin decir ni hacer nada soltaba el temor para invadirlo todo.

¿Y si no lo encontraba?

Las posibilidades eran escasas. Incluso cuando un grupo terminaba en número impar la directora brindaba una oportunidad a un estudiante que no estuvo en el listado original y cada quien tenía su compañero. Sin excepción.

¿Y si no le agradaba?

Bueno, nadie decía que tenía que agradarle a su compañero de cuarto. Su hermana no se llevó bien con la suya por los primeros cuatro años.

En el fondo, era consciente de que le preocupaban tonterías; sin embargo, recorría los pasillos de la Sala de los Objetos como un sonámbulo, por pura inercia y sin ser atraído por ninguna pieza, mientras que los niños que ingresaron con él no sólo eran llamados por objetos, sino que al seleccionarlos, estos los llevaban hacia sus compañeros.

Se reían, se presentaban, hablaban. Salían de la sala. Y Axier continuaba ahí, examinando repisas de puntillas, rozando bordes de las mesas con los dedos, tanteando juguetes viejos, figurillas, libros, piedras que no le provocaban nada. En más de una oportunidad, hasta llegó a sentir un profundo desagrado o retraimiento al tocar algo equivocado, señal obvia de que no iba por buen camino.

De pronto, se dio cuenta de que no veía a ninguno de los niños del grupo a su alrededor. Se hallaba solo en medio de un corredor atestado de objetos que no eran para él, ese miedo que se escondía decidía asomar la cabeza. Axier tenía la absurda impresión de que lo observaba y le preguntaba “¿todavía crees que te preocupabas por cosas tontas?”.

Cuando pasó cerca de la puerta, alguien preguntó desde afuera si ya tenía su objeto. No le salió la voz para responderle y huyó, adentrándose en otro pasillo, donde apenas tenía espacio suficiente para avanzar.

¿Y si su compañero se cansó de esperar y se largó?

¿Eso era posible al menos?

El miedo en su cabeza era un ser imaginario que le palmeaba la espalda e insistía con un “esto no es novedad, ¿cuándo te has llevado bien con alguien de tu edad?” para hacerle pensar que no existía un compañero para él.

Luego se detuvo. No fue intencional ni consciente de ningún modo.

Un instante corría y se tropezaba con cajas en el suelo y los costados de estantes. Al siguiente, sus pies se quedaban clavados en el piso. No chocó con una barrera, no hubo un jalón que lo frenase. Sólo permaneció ahí un momento, en un silencio interrumpido por el tronar de su corazón y la sangre en sus oídos.

Su cabeza se giró hacia un lado. Nunca sabría decir por qué.

Fue así de simple; sin magia, sin maravillarse. Casi como si hubiese tenido curiosidad por saber qué lo rodeaba.

Se había parado junto a un estante alto con una escalera y cientos de objetos. Sus ojos se fijaron en uno y ya no hubo manera de que los apartase.

Caminó sin que su mente le ordenase a sus piernas ponerse en marcha. Caminó porque era lo que debía hacerse.

Tuvo que estirarse un poco. Un nivel por encima de su cabeza, en una repisa, aguardaba una estatuilla negra con apariencia humana. La bajó para detallarla. Parecía un indígena.

Cuando frotó el pulgar sobre el material oscuro, se percató de que necesitaba una limpieza y la enrolló en su camiseta para utilizarla como un trapo. Se dedicó por varios segundos a dejarla como nueva, en base a terquedad y pasar la tela sobre ella. Después la devolvió a la repisa.

Se le ocurrió que los tallados y las complejas líneas en plateado y azul verdoso eran lindas.

Se supone que debes tomarme y llevarme contigo o no te podré guiar hacia tu compañero.

Por un segundo, Axier se limitó a contener la respiración. En casa de su abuela los candelabros y relojes viejos tenían vida propia, porque ella quiso que Verónica se sintiese dentro de un cuento de hadas al visitarla. Había tenido conversaciones interesantes con soldados de plástico, figuras de colección de hechiceros de libros y uno que otro dragón de porcelana. Nunca con una estatuilla como esa.

Aquello era divertido.

—¿Tú eres mi objeto?

Supongo que sí o no me habrías elegido —La boca de la estatuilla no gesticulaba, la voz sólo existía en su cabeza, en lugar de deslizarse por sus oídos y utilizar el método sensitivo tradicional—. Por aquí pasaron un montón de niños, pero ninguno se fijó en mí.

Axier la sostuvo de nuevo, asegurándose de no apretar más de lo necesario. Una placa en la base, por debajo de sus pies, indicaba que se llamaba “Chiké”.

—¿Chiké es tu nombre o lo que eres?

No lo sé. A la derecha —sugirió, en cuanto emprendieron el camino hacia la salida del laberinto de objetos que era ese pasillo—. Tu otra derecha.

Axier musitó una disculpa y avanzó en la dirección que le indicaba.

—¿Soy una estatuilla entonces? ¿De una persona?

—¿Es que no lo sabías?

—Bueno, he pasado mucho tiempo aquí. Ahora a la izquierda —ordenó. Axier siguió caminando, a pesar de que no creía que lo estuviese llevando hacia la salida—. Uno se olvida de algunas cosas cuando sólo aparece en una repisa una vez al año.

El pinchazo de la curiosidad fue más fuerte que él y no lo pudo evitar.

—¿A dónde va todo cuando la sala no está en Miracruz? —susurró, como si la directora fuese a ir hacia él para zarandearlo y reclamarle por el tipo de preguntas que le hacía a una estatuilla claramente mágica y antigua.

Si el hombrecillo hubiese podido encogerse de hombros, es probable que hubiese sido la única respuesta para Axier. Ya que no era capaz, argumentó:

Ningún lugar, todos los lugares. La Teoría de la Multidimensionalidad es una cosa muy compleja.

No sonaba a una excelente explicación para él, pero sí a una que le habría dado su abuela. Decidió aceptarla. Estaba acostumbrado a que ella le hablase con palabras extrañas que jamás había oído y luego tendría que buscar en Google para entender el resto.

Izquierda —repitió la estatuilla. Cuando Axier estaba por abrir la boca de nuevo, se le adelantó—. ¿No lo ves?

Iba a preguntar “¿ver qué?” al levantar la cabeza, pero las palabras murieron en la punta de su lengua. Sí, lo veía.

A unos pasos de distancia, un niño aún tenía una mano sobre un costado de la escalera que utilizó para examinar la cima de un estante. En la otra, descansaba una estatuilla idéntica a la que él llevaba entre ambas manos.

Por un segundo, se le olvidó cómo se respiraba. Se observaron, luego a las estatuas, de nuevo a ellos, y para evitar errores, una vez más a las estatuas. El niño carraspeó, se acercó con paso vacilante y le tendió el objeto.

Axier entendió que quería que los comparase para saber si eran el mismo. El del otro niño no mostraba las líneas del intrincado diseño, así que Axier la limpió también con su camiseta, que había pasado del rojo a un marrón oscuro por el reciente uso como pañuelo, y volvió a sostener ambas estatuas frente a ellos.

—¿Qué tanto tienes que ver? —inquirió su estatuilla, medio irritada—. Claro que somos la misma estatua. No te habría llevado con la incorrecta, por favor, no soy tonto.

Al devolverle el objeto, le ofreció su mano a su nuevo compañero.

Quería sonreír, saltar, gritar a los demás que ya lo tenía y correr hacia el colegio para escribirle a su hermana que sí, consiguió un compañero, y no le importaba que fuesen los últimos en abandonar esa sala, porque seguro que les iría fantástico y no podía esperar para conocerlo mejor.

—Axier Daria.

—…fi —balbuceó el niño. Estrechó su mano, aunque rehuyó de la mirada de Axier, que se la sacudió para llamarle la atención.

—¿Qué? No te oí.

El niño apretó los párpados, conteniendo un quejido.

—Me llamo Cristoff Bufi, no te rías.

Axier se rio. Pero enseguida se mordió el labio con fuerza y se obligó a arrugar la cara para fingir seriedad.

—Es un lindo apellido —Asintió un par de veces, respirando lo menos posible para evitar el riesgo de soltar una carcajada—, extranjero, muy…

—Está bien —Cris dejó escapar una risita nerviosa—, sé que es raro. Y da risa.

Debería pensar en algo para contentar a su nuevo compañero. Axier miró a la estatuilla, como si esta pudiese darle una respuesta. Ya que no sucedió, optó por una respuesta más simple.

—Hay apellidos muy raros en el submundo —le contó, seguido de un gesto para pedirle que fuesen hacia la salida—; por ejemplo, el de mi abuela suena como a…

A la derecha —recordó la estatuilla cuando se toparon con un pasillo que finalizaba en un estante. Un punto muerto.

Axier le agradeció y continuó su camino.

Cris vaciló unos segundos, antes de preguntar, en voz muy baja:

—¿Con quién hablaste hace un momento?

Él agitó la estatuilla en el aire y lo vio arrugar el entrecejo, confundido.

Ahí comprendió que era el único que lo escuchaba.