El arte de las sombras, muestra de la historia de Calipso y Amatista, con el fondo de las ruinas que aparecen también en la cubierta del libro

La selección y el mensaje de un “muerto”

Corría cuesta abajo por una pendiente, los pies descalzos aplanaban segmentos de césped sin hacer ruido y golpeaban áreas cubiertas por rocas, lo que no detenía su avance. Pausó en el límite con el bosquecillo. Presionó la espalda contra el prominente tronco de un árbol jorobado y controló su respiración agitada.

No podía permitirse ser encontrada. Estaba tan cerca de terminar.

Una rama seca se rompió a la derecha. Amatista giró la cabeza y prestó atención, a la espera de algún movimiento. Las hojas de un arbusto se sacudieron de forma tan leve que alguien más podría haber pensado que se trataba del viento.

Echó a correr de nuevo, en la dirección opuesta, en el instante en que la tierra bajo sus pies comenzaba a agrietarse. Rocas pequeñas, fragmentos del suelo, se elevaron, salieron despedidas hacia todas partes, le atinaron en las rodillas, los muslos, una casi le dio en la cadera. Apretó la mandíbula, aguantó el dolor, evadió las que pudo y siguió.

Detrás de ella, una hilera de tierra se alzaba en picos cada vez más imponentes. Iban a frenarla si la alcanzaban, cortarla si no se detenía por voluntad propia; no podía decir qué sería peor.

De pronto, paró y giró para encararla. El enemigo no estaba a la vista. Los picos de tierra se aproximaban a una velocidad alarmante. Adoptó la postura defensiva; los codos flexionados, brazos contra el pecho, manos abiertas, la pierna dominante un paso por delante del resto del cuerpo.

Dio un pisotón con el otro pie cuando el pico más cercano estaba a punto de llegar a ella.

Silicatos, óxido e hidróxido de hierro, humus…

Los picos hicieron un alto a unos centímetros de su posición. La tierra volvió a compactarse, las grietas se cerraban. Una ligera corriente eléctrica le recorría la pierna y ascendía hacia la columna, advirtiéndole sobre el uso de la energía que le fue drenada. Amatista se dio la vuelta y no se quedó para ver cómo todo regresaba a la normalidad; mientras el suelo continuase cambiando, era el momento ideal para huir.

Tenía la impresión de que el enemigo iba por encima de ella. Podía divisar ramas agitándose en lo alto, el leve borrón de una figura que le seguía el ritmo. Quizás fuese igual de veloz y poseía la ventaja por la altura y su habilidad para saltar entre las ramas, pero si usaba los árboles para alcanzarla, sólo era cuestión de tiempo. Se alejaría del bosquecillo.

Se escabulló entre los senderos más estrechos, donde los árboles se encontraban tan juntos que se presionaban entre sí en varios segmentos. Reapareció en los límites del bosque, jadeando. Podía sentir al enemigo acercándose. Una extensión de césped se abría frente a ella, se convertía en otra pendiente y finalizaba con un río a unos metros de distancia.

Ahí estaba su victoria. Sólo tenía que tocar el agua y estaría a salvo.

No miró por encima del hombro; sabría que no se dejaría ver aún. Se armó de valor para salir al campo descubierto, los músculos de las piernas le ardieron por la manera en que se forzó a correr el doble de rápido. Se quedaba sin aliento.

El agua. Tenía que llegar al agua. No era difícil, sólo unos metros. Unos metros más.

Frenó en seco cuando un agarre firme se cerró en torno a uno de sus tobillos. Por el impulso que llevaba, se echó hacia adelante y cayó sobre las rodillas y las manos, latigazos de dolor en las extremidades le avisaron que había golpeado el suelo, antes de que pudiese ubicarse en el espacio.

Desde la tierra, brotaba una línea de piedras que se cernían alrededor de su pie. Una formación similar pretendía hacer lo mismo con su otro pie. No, estaría acabada si se dejaba.

Tanteó su cinturón. Rozó compartimientos, sacos de polvo, hasta que sus dedos reconocieron el tacto de una vara fría, con interruptores en los costados. La desenganchó del soporte y presionó un botón para que creciera cerca de un metro de largo. En cuanto mostró un extremo puntiagudo, lo clavó en una de las aberturas de la piedra, deteniendo su avance a causa del repentino obstáculo. Su otra mano alcanzó a rozar el suelo junto a las líneas de roca, la energía la abandonaba al esforzarse porque las grietas crecieran lo suficiente para deslizarse fuera del agarre.

¿Dónde estaba? Aunque intentó buscar al enemigo con una ojeada, sólo podía divisar el bosque y el terreno por el que se alejó, bajo la luz del mediodía, sin secretos. No debía ser posible que utilizase eso a tanta distancia. No se confiaba.

Tan pronto como rompió una parte de la línea rocosa, se arrastró hacia atrás para encontrarse fuera de su alcance y golpeó la formación rocosa con el extremo sin punta de la vara, manteniéndola inmóvil. Apenas lo consideró oportuno, se puso en pie de un salto y corrió, mientras encogía la vara y la devolvía al cinturón. No se molestó en buscarle de nuevo. Siguió colina abajo, apresurada.

Ya casi. Ya casi.

La escuchó a tiempo. Igual que una brisa que sopla en los oídos, un murmullo lejano. No se hubiese percatado, de no reconocer el familiar sonido.

No se giró. El enemigo corría hacia ella a campo traviesa, lo sabía. Lo percibía.

Corrió tan rápido como era capaz. Ni siquiera escuchó el choque de palmas, o el pisotón, pero al instante paredes de piedra se elevaban desde el suelo para cerrarle el paso. Las esquivó y saltó sobre una a mitad de formación. A su espalda, casi podía oír la respiración cada vez más trabajosa, el desplazamiento de las piedras para abrirle espacio. Se acercaba.

Ya casi. Ya casi.

Medio saltó, medio se deslizó, cuesta abajo. El río estaba ahí, justo delante de ella. Hidrógeno y oxígeno, hidrógeno y oxígeno. Sólo necesitaba tocarlo.

Le faltaba menos de medio metro cuando un peso extra cayó sobre su espalda y las piernas le fallaron. Dos cuerpos rodaron por la pendiente, engarzados en un enredo de extremidades que buscaban zafar, sostener, zafar, sostener.

Amatista intentaba apartar sus brazos de encima, que no la rozase con los dedos, que su cara se mantuviese lo bastante lejos para que no le fuese peor. El enemigo se aseguraba de sostenerle las muñecas el mayor tiempo posible, que sus manos fuesen en la dirección que quería, que no tocase el río que discurría a su lado, a punto de impregnarla con su rastro húmedo.

Forcejearon más, ceder no era una opción. Rodaron e incluso cambiaron de posición. Amatista golpeó tierra de nuevo, luego agua. Le pareció sentir sangre, el otro líquido se la llevaba lejos.

Se sacudió para despistarle. En una fracción de segundo, había flexionado la rodilla y presionado la planta del pie contra el abdomen de su oponente. Pateó con toda la fuerza que tenía.

El enemigo trastabilló hacia atrás, en un intento de recuperarse. Amatista rodó sobre su estómago, la tierra se humedecía más al adentrarse en el agua.

Hidrógeno y oxígeno, lo tenía. Pero apenas había colocado las manos contra el fondo y la superficie del agua comenzaba a agitarse cuando un sonido agudo y chirriante la envió hacia un lado. Sentía que los tímpanos se le rompían, que el cráneo se le partía por la mitad. Tragó agua sin darse cuenta por tener la boca abierta en un grito mudo y tosió. El peso extra volvió a caer sobre ella cuando se retorcía.

En el instante en que el enemigo cerró la boca, el círculo repleto de símbolos que tenía en la garganta se apagó. A Amatista le palpitaban las sienes. Estaba atrapada bajo su cuerpo, las piernas juntas y apretadas en medio de las suyas, un brazo en un ángulo incómodo por encima de su cabeza, el otro sujeto por un agarre en la muñeca. El río era un arrullo contra sus oídos, el agua le cubría a medias la cara. Le costaba respirar sin ahogarse.

Se retorció más, en vano. El enemigo estaba por asestar el último golpe, pero tenía que liberar una de sus manos para lograrlo; en cuanto lo hizo, Amatista dobló los dedos, tocó el fondo del río y los enterró en la tierra.

Un puño se dirigía a su rostro, recubierto de una capa de roca. Se había acabado.

Cuando la campana sonó, el puño se detuvo a unos centímetros de su nariz. A un lado de Amatista se alzaba una columna de agua, envolviendo su brazo recién liberado, listo para golpear el rostro del enemigo, congelarle un lado de la cabeza y quitársela de encima. Si le hubiese quedado tiempo.

Amatista relajó los dedos y el látigo de agua cayó de regreso al río, salpicándola. Se permitió tomar una profunda bocanada de aire, estirar un poco el cuello, ser consciente de las articulaciones adoloridas, las advertencias de su piel acerca de dónde nacerían los siguientes moretones en unas horas.

—Muero —lloriqueó el “enemigo”, que luego se dejó caer sin cuidado sobre ella, enterrando la cabeza a medias en el agua y por encima de su pecho, en la ropa húmeda y sucia de tierra.

—Perdí —señaló Amatista, con un hilo de voz, sin aliento, y los rastros de agua del río aún en la boca—, fui yo la que murió.

Su prima realizó un gesto vago con una mano y continuó tirada encima de ella. Después de unos segundos, cuando estaban convencidas de que podrían respirar con normalidad, se enderezó, apartándose lo justo para permitir que se sentase, y sostuvo uno de sus brazos para ayudarla.

—Eso estuvo bastante bien, Ami —decía, mientras abría uno de los sacos de su cinturón y se impregnaba las puntas de los dedos de un polvo azul, que humedeció con la corriente misma del río. Luego se los pasó por una línea rojiza en la parte posterior del brazo, que vieron cerrarse despacio. Amatista se preguntó, de forma vaga, en qué parte del ejercicio se lo había hecho como para no notarlo antes—. Para la próxima, intenta quedarte más cerca del agua, que es con lo que mejor eres. Por algo es tu especialidad elemental.

—Lo sé, Cali —Amatista dejó caer los hombros.

Calipso le revisaba el otro brazo, en busca de heridas. Después dedicó unos instantes a repetir el proceso con otro corte que le encontró en la pantorrilla y no era cubierto por el pantalón de entrenamiento.

Conforme la sanaba, uno de los círculos en su brazo emitía un débil resplandor azul, casi imperceptible bajo la luz del sol.

—Usaste la Voz, no puedo creerlo; pensé que me romperías los tímpanos.

Ella se rio.

—Imposible. Trabajé mucho para conseguir frecuencias que aturdieran sin dañar. No significa que no pueda —aclaró Calipso, inclinándose más hacia adelante, con un aire confidencial—. Pero no te haría eso a ti, Ami. Necesito que tengas buenos oídos —Cuando se puso de pie, se estiró y le tendió una mano para ayudarla a levantarse también.

Apenas estuvieron fuera del río, la vio agitar las manos. Otro de los círculos de su brazo se encendió con una luz blanca, al tiempo que una ráfaga de aire tibio les quitaba el exceso de agua de la ropa y piel.

Calipso, aprovechándose de esos centímetros con que la superaba y que jamás le dejaba olvidar, le rodeó los hombros con un brazo y la llevó a rastras colina arriba. Las dos miraban alrededor, en busca de una tercera persona.

—¿A dónde se habrá metido Mónica ahora?

—A saber…—replicó Calipso, de mala gana—. Se me perdió hace como una hora, apenas empezábamos —Frente a su mirada incrédula, asintió con solemnidad, varias veces—. Yo muriéndome de hambre y la floja esa seguro que hasta almorzó mientras nosotras nos matábamos aquí abajo…

Le dio un manotazo en el costado a su prima, que se rio por su intento de reprenderla. No podía estar más equivocada, porque la instructora las esperaba en los límites del bosquecillo, de brazos cruzados y con una ceja arqueada. Conocía esa expresión. Por supuesto que escuchó el comentario de Calipso.

—Oí mi nombre.

Amatista ya había abierto la boca para disculparse por el comportamiento de Calipso, cuando esta se le adelantó.

—Es verdad —Calipso le enseñó una sonrisa radiante a su instructora—. Justo le decía a Amatista que no entiendo cómo no le dan un puesto entre las Altas, si es que usted es una maravilla de profesora, mi ejemplo a seguir, mi proyección a futuro de…

—Para con la adulación, que no te queda —siseó Mónica, pero Calipso era la imagen misma de la inocencia, la sonrisa permanecía, pestañas se agitaban en dirección a la instructora, quien levantó la otra ceja y terminó por suspirar. Sacudió la cabeza—. Puedes ponerle a una chica los pentagramas y la capa…

—Pero eso no la hace una Tollen —respondió Calipso, como si el asunto no fuese con ella.

Mónica continuaba negando al darse la vuelta. Las dos la siguieron a su propio ritmo, sumidas en una plática sin sentido, en la que no se molestaron en bajar el volumen hasta que la instructora le recordó a Calipso que era una taumaturga aprendiz, no un marinero ebrio, y debía parar de hablar como tal. Ella le enseñó el dedo medio a su espalda tan pronto como se giró otra vez.

Caminaron hasta un alambrado que mostraba los límites del campo de entrenamiento número doce. Del otro lado, en una carretera blanca y brillante bajo la luz del día, las esperaba un aéreodeslizador, un vehículo en forma de pirámide a la que le cortaron la punta, de un color oscuro que mostraba los reflejos del exterior en su superficie. Las puertas de los costados se abrieron hacia arriba, y en el interior las aguardaban unos asientos acolchados, uno frente al otro. Las dos chicas se sentaron en uno, la instructora en el segundo. Tocó la ventanilla con los nudillos y esperó a que se pusiesen en marcha.

Por alguna razón, el lento y constante movimiento del aéreodeslizador siempre le daba sueño a Amatista. Recostó la cabeza en el hombro de Calipso y se pasó el resto del trayecto en un estado de duermevela, apenas consciente de que avanzaban frente a otros campos de entrenamiento simulado y una conversación en susurros era llevada a cabo dentro del vehículo. Calipso jugaba con un mechón de su cabello que se le debió escapar de la trenza en algún momento y no alzó la voz ni una vez para no alarmarla.

La Cúspide lo era todo para las Tollen. Ese hogar que les era presentado cuando cumplían seis años, al que se adaptaban conforme superaban niveles de la Sacra Ciencia. Para muchas, el único lugar que conocían tan bien como las palmas de sus manos, las líneas negras en su piel. Campos de entrenamiento variados, obstáculos, incluso animales y criaturas mágicas entrenadas para oponer resistencia sin miedo se dispersaban por más de la mitad de la isla de Lunea, apartados entre sí por bosques y kilómetros de carreteras de piedra blanca. Sólo en las costas, más allá de la propiedad de las Tollen, se divisaban las casas de una comunidad de pesqueros y agricultores, quienes conservaban en buen estado el único puerto para los viajes semanales.

El centro, el corazón de la isla, era la Cúspide de las taumaturgas. En lo alto de una elevación artificial de tierra, con múltiples accesos, se encontraba el edificio sagrado; tres estructuras alargadas, anchas, terminadas en puntas, que se unían por el centro, rodeadas de imitaciones de menor tamaño, donde las Tollen se hospedaban, organizándose por bloques de edad y programa de estudios. Aparentaban ser decenas de púas de cristal a la distancia.

Se decía que la construcción fue bendecida por la Oscuridad misma. Por Ella. El ente que le daba energía y forma a sus poderes.

La Brecha, la abertura oscura en el cielo que daba más de que hablar a los que creían esto, comenzaba en el extremo más alto de la Cúspide y se extendía más allá de la isla, hacia la capital de Tallara. Era imposible apartar los ojos de la línea irregular negra que resaltaba en el cielo siempre azul grisáceo.

Incluso para ese momento, a casi once años desde la primera vez que pisó el terreno “bendito” de las Tollen, Amatista espabilaba en el aéreodeslizador, a tiempo para asomarse por el cristal de las puertas y levantar la mirada hacia la Brecha, a medida que se acercaban, cruzando carreteras que personas ajenas a las taumaturgas nunca podrían atravesar, rodeadas de jardines de cayenas rojas, blancas y rosadas.

Apoyó un lado de la cabeza en el cristal y observó el pasaje por el que las condujeron a su residencia. El vehículo frenó para que las dos bajasen.

—Las quiero limpias y en su uniforme diario para la hora de la comida —indicó Mónica, mirándolas de reojo desde su asiento—. Léanse los capítulos setenta y ocho y setenta y nueve de Simbología. Calipso, capítulo once de Aire, desviación del sonido y de la luz. Amatista, el siete de Mundos abisales en la Sacra Ciencia y cómo utilizarlos. Les haré preguntas sobre ellos, además de lo que vimos esta mañana en el desayuno.

Las puertas se cerraron apenas contestaron con sonidos afirmativos. Vieron el aéreodeslizador desaparecer por el camino que llevaba al edificio principal de la Cúspide. Amatista estaba por entrar cuando su prima se metió en su camino, con una sonrisa que no prometía nada bueno para alguien que llevaba la última hora huyendo en un bosque.

Sentía los párpados pesados, los músculos adoloridos. La energía drenada era como encontrarse vacía, el estómago le gruñía. Algo de eso debió reflejarse en su expresión, porque Calipso se serenó y le sujetó las manos.

—¿Qué te parece si asaltamos la cocina, secuestramos a la cocinera y pedimos un buen almuerzo como rescate a sus hijas? —Al oírla, Amatista sólo le dedicó una mirada larga, cansada, hasta que ella soltó un suspiro dramático—. Por Ella, ¿estás segura de que somos familia?

—O podríamos sólo bañarnos, cambiarnos y buscar nuestra comida junto al resto —Amatista se encogió de hombros—; de todas formas, las raciones son medidas y apartadas para que ninguna se quede por fuera…

Calipso masculló algo sobre la poca gracia que tenía hacerlo así y la soltó para dejar que se metiese a la casa. Logró escuchar el golpe de la piedra que lanzó hacia uno de los balcones y el grito con que llamaba a su hermana. Arriba, una de las chicas se asomó para decirle que Kalliope se había ido a comer y no volvería hasta después de un examen que tenía en la biblioteca.

Amatista aún no llegaba a las escaleras cuando Calipso la alcanzó, cruzada de brazos y con gesto de derrota, porque no pensaba asaltar la cocina sola en pleno día. Así no era divertido, alegaba.

Suspiró.

—Mañana podemos meternos a la cocina por unos duraznos —ofreció al verla de ese modo.

Calipso recuperó la sonrisa, chocó uno de sus hombros contra uno de ella y se adelantó subiendo las escaleras de dos en dos y diciéndole lo lenta que era, mientras se reía.

El Bloque Perla tenía tres espacios en la planta baja, que servían como sala de estudios, sala de estar para pasar el tiempo de descanso y recuperación, y un pequeño jardín en el fondo, del que debían cuidar ellas mismas; se suponía que darle un área a cada una les inculcaba responsabilidad desde niñas, pero Amatista solía regar sus flores y las de Calipso, que nunca recordaba cuándo fue la última vez que lo hizo.

Las estrechas escaleras llevaban a los pisos de dos habitaciones compartidas. Sólo tres eran ocupados, lo que hacía que las seis chicas cubriesen apenas la mitad de la capacidad total del edificio. Lo único que diferenciaba el Bloque Perla de las otras casas eran muebles blancos y cortinas satinadas del mismo color, aunque ninguna lo veía muy relevante.

Calipso pasó por el segundo piso igual que un torbellino. Movió la cortina del primer cuarto, se asomó para comprobar que ni su hermana gemela ni la compañera de esta estuviesen, fue hacia las escaleras para saludar con un grito y gestos amplios a las que estaban arriba, y se metió a su propia habitación, dejando la cortina abierta tras de sí.

Cuando Amatista entró, cerrándola por ella, Calipso ya había arrojado la camisa del uniforme de entrenamiento en la cama baja de la litera y estaba sacándose el pantalón entre saltos, sin parar de avanzar hacia el baño. También dejó esa cortina abierta. Cuando Amatista escuchó el correr del agua de la ducha, se acercó y la cerró por ella, de nuevo.

No se quiso recostar mientras esperaba, porque estaba cubierta de sudor y barro; en cambio, se sentó junto al escritorio doble que compartían. En una esquina de las repisas donde colocaban sus libros, divisó una nota de caligrafía torcida.

“Recuerda que tienes un examen, tonta.

De C. para C.”

—¿Cuándo es tu examen? —preguntó Amatista, levantando la voz lo suficiente para hacerse oír por encima del agua. La respuesta se tardó unos segundos.

—¿Cuál examen?

Decidió mantener la nota donde se encontraba, aunque sabía que no se fijaría en ella. La conocía bien.

—Aquí dice que tienes un examen…

—¡Mierda! —soltó Calipso, después de un momento. El correr de agua se detuvo—. ¡No me hagas esto, Ella! ¿No es mañana? ¿Dice de qué? ¿Por qué nunca pongo de qué es?

—Eso te pasa por no anotar las fechas.

Luego de maldecir un rato, el flujo de agua se reanudó. Amatista tuvo que contener la risa, porque sabía que le enviaría un látigo líquido desde la ducha si la oía.

Alrededor de diez minutos más tarde, Calipso estaba fuera, envuelta en una bata de baño sin atar, desenredándose el cabello húmedo con un peine y dejando una estela de olor a vainilla por donde pasaba.

—A ver, ¿dónde dice eso? —indagó, apresurándola con un movimiento de barbilla. Amatista apuntó la nota, la observó arrancarla, leerla y darle la vuelta, sólo para descubrir que no tenía nada en la parte de atrás. Calipso la tiró a la basura y realizó un gesto amplio con los brazos, arrojándose de inmediato en la otra silla—. Pasará lo que Ella quiera que pase, Ami.

Amatista se limitó a rodar los ojos y entrar al baño, cerrando la cortina, otra vez abierta y olvidada, detrás de sí. El espacio estaba lleno de vapor y un fuerte aroma a vainilla, que la acompañó cuando tuvo que desnudarse y sentarse en el piso de cerámica para cubrir con una crema las áreas de piel de la que le sobresalían fragmentos de un mineral púrpura y claro, medio traslúcido. Sólo pudo ducharse después de estar segura de que el agua resbalaría sobre la piedra, sin afectarle, y al salir, tuvo que retirar la crema con una toalla y empolvar cada segmento, antes de vestirse.

Calipso seguía en la bata de baño y se había asomado por el balcón, la puerta de cristal abierta permitía la entrada de una corriente de aire caliente a la habitación. Amatista se acercó despacio y notó que se inclinaba contra la barandilla, concentrada en un punto que estaba por debajo de su piso y fuera del Bloque Perla.

—¿Cali?

En respuesta, ella levantó un brazo y le pidió que se acercase con un gesto. Amatista titubeó, después caminó hasta posicionarse a su lado.

—Mensajeras —susurró Calipso.

Las dos tenían los ojos puestos en unas mujeres jóvenes, vestidas de rojo y dorado, que se detuvieron en uno de los senderos que daban hacia una salida lateral, y eran recibidas por una instructora, a quien le entregaban sobres amarillos.

Cuando terminaron su intercambio, ambas llevaron a cabo una corta inclinación y se retiraron, a pie, por donde llegaron. Habría jurado, por un segundo, que la instructora miró de reojo hacia su casa. Tal vez las chicas del piso de arriba también se asomaron y formaban parte de un cuadro demasiado obvio sin saberlo.

—No es el quinto día —puntualizó Calipso, con aire distraído. Los quintos eran los únicos días en que el muelle recibía un barco desde Tallara a Lunea, y por lo general, el correo que obtenía la aprobación de las taumaturgas llegaba a manos de las chicas el sexto día durante el desayuno—. ¿Qué crees que sea?

Amatista se encogió de hombros. Su prima tamborileó con los dedos sobre la barandilla, para después girarse y volver al interior del cuarto. Le pidió que la esperase mientras se vestía para ir a comer, así que ella se apoyó en la baranda y se dedicó a observar la Brecha, que pasaba por encima de sus cabezas y se perdía en el punto donde alcanzaba su vista, la línea de horizonte, tierra firme. Tallara.


Un par de niñas que corrían por el pasillo se detuvieron al verlas acercarse, las risas cesaron al instante y adoptaron sus mejores expresiones de seriedad. Llevaban el uniforme infantil; prendas rojas sin mangas, que les llegaban hasta las rodillas, sobre la ropa ligera de entrenamiento, el cabello negro recogido en trenzas idénticas. Se quedaron donde estaban, con las manos unidas al frente, casi a manera de plegaria, e inclinaron la cabeza.

—Bendición a las hermanas mayores —recitaron.

Amatista sólo quería apretarles las mejillas y preguntar a alguien si así se veía cuando tenía su edad y por qué nunca se lo dijeron. En cambio, les sonrió.

—Que Ella les sonría.

Junto a ella, Calipso realizó un gesto vago con una mano y lo repitió. Las niñas esperaron a que estuviesen a varios pasos de ahí para echar a correr de nuevo.

La media tarde regresaba a Lunea a su permanente estado nublado, el aire caliente sólo lo percibían en los tobillos y el rostro, los puntos no cubiertos por el uniforme. Calipso se le adelantó cuando doblaron en la esquina que llevaba al pasillo de la biblioteca, abrió las puertas dobles de par en par y corrió dentro. Se lanzó sobre la espalda de su hermana en cuanto la localizó, en medio de un coro de gritos silenciosos para que la encargada no las fuese a sacar.

Amatista la saludó en voz baja y se sentó en el lado contrario de la mesa, con el libro que había tomado de uno de los estantes. Mientras buscaba las lecturas que Mónica le indicó, sus primas hablaban sobre las mensajeras que pasaron por la Cúspide y los posibles motivos.

—…dicen que ya es la hora —Citra, la compañera de cuarto de Kalliope, se inclinaba sobre la mesa, con ambas manos presionadas en la superficie dura. Su tono era tan solemne como el que usaba para recitar los Principios de la Sacra Ciencia cuando alternó la mirada entre ellas—, que va a ocurrir pronto.

Calipso y su gemela intercambiaron miradas desde la misma silla, donde ahora estaban apretadas, las piernas flexionadas para caber las dos.

—¿La hora de qué?

—¡Saben de qué! —Citra dejó caer los hombros, resoplando—. La hora, chicas, ¿la Gran Hora? ¿Nuestro momento? ¿Nada? —Se enderezó, a medida que se percataba de que las otras dos la observaban sin entender una palabra—. Hablo de que van a elegir a las sucesoras, las Altísimas hablaban entre ellas. La Santa Élode las llamó.

Antes de que se diese cuenta, el libro se le resbalaba a Amatista de entre los dedos y caía al suelo con un ruido sordo. Un peso helado se instalaba en su estómago cuando se agachó para recogerlo, murmurando una disculpa.

—Y yo que pensaba que era la única emocionada —Citra se rio, dándole un codazo sin fuerza. Luego volvió a inclinarse sobre la mesa—. ¿Quiénes creen que sean?

Calipso se señaló a sí misma con ambos pulgares, una sonrisa enorme abriéndose paso en su cara. Junto a ella, su hermana la apuntó también, con las dos manos y gestos amplios.

—Mi hermanita es la próxima Santa —Kalliope sonreía cuando Calipso se arrojó sobre ella de nuevo para abrazarla. Ambas se echaron a reír, balanceándose de forma precaria sobre la pobre silla que no fue pensada para soportar ese peso.

Citra giró el rostro hacia ella, de pronto.

—¿Tú qué crees, Ama?

Amatista deseó poder esconderse detrás del libro; la excusa de la lectura solía ser útil.

Se encogió de hombros. Tres miradas permanecían clavadas en ella. No le gustaba la sensación de que cada uno de sus movimientos era observado.

—Supongo que tienen razón —susurró, jalando el puño bordado de su uniforme, sin notarlo, al pretender ocultar ambas manos de su vista—, no hay nadie mejor en Lunea- en toda Tallara; si yo fuese la Santa, la elegiría a ella como sucesora.

—Sí, no deja nada para las demás. Kala y yo vamos a terminar de mensajeras en los puertos a este paso, ¿verdad que sí? —dijo Citra. Al escuchar esa nefasta predicción, Kalliope le lanzó una patada por debajo de la mesa, que su compañera esquivó subiéndose a esta de un salto, con la fuerza neta de los brazos. Se sentó sobre la mesa, flexionando las piernas bajo el resto del cuerpo. Amatista ahogó un grito cuando resultó ser el daño colateral de su patada—. Lo siento…—Citra se llevó las manos a la boca.

En el otro lado de la mesa, Kalliope se estiraba sobre su hermana al reírse y Calipso intentaba preguntarle a Amatista si estaba bien, sin que pareciese que se burlaba de ella.

—Pero si Calipso es la Santa que sigue —continuó Citra, para entonces recostada sobre la mesa de punta a punta, con los brazos doblados y los antebrazos bajo la cabeza, las piernas colgaban y se balanceaban en el aire desde la orilla. Era una suerte que la encargada de la biblioteca no estuviese por ahí—, tú te vas quedar con Lunea —Le dirigió una mirada de reojo a Amatista, que sintió la heladez en su estómago expandirse al resto del cuerpo.

Volvió a encogerse de hombros cuando estuvo segura de que las palabras no le saldrían, sino con una voz estrangulada y vacilante.

—Obviamente va a quedarse con Lunea —Calipso no dudó en contestar por ella, rodando los ojos y dándole un empujón a Citra, que la hizo desplazarse por la mesa y reírse—, es mi compañera. Y cuando sea la Santa, ustedes dos se vienen conmigo. Me llevó a Pandora, a Tabatha, a Mónica…

—A seguir arreglando sus desastres —Kalliope realizó un teatral gesto de rendición con los hombros—. Debí saber que ese sería mi destino desde que me quitabas el biberón de la boca y lo regabas por el piso, y luego le decías a papá que fui yo.

—Mentirosa, ¡sí eras tú la que me lo quitaba! —replicó su hermana. Al instante, daban inicio a una discusión sobre eventos sucedidos quince años atrás de los que ninguna debía tener memorias nítidas, pero eso no evitaba que reclamasen todavía.

Citra rodó por encima de la mesa para quedar más próxima al borde y se sentó, dándole la espalda a las gemelas. Algunos mechones se le escaparon de la trenza en el proceso e intentaba acomodarlos, de forma disimulada. Como si no se hubiese percatado de su mirada, Amatista fingió estar concentrada en la lectura.

—Sabes que es verdad, ¿no? —La suavidad en su voz la tomó por sorpresa. Paró de simular que leía para alzar la cabeza y fijarse en ella—. Si Calipso es elegida, tú te irás con ella. Y luego volverás aquí y lo dirigirás todo.

Citra era la mayor del Bloque Perla, si bien no por mucho, eran unos meses que de vez en cuando daban la impresión de contener años que a ellas les hacían falta.

Amatista rehuyó de su mirada. Los ojos dorados y brillantes le hablaban de las Tollen, de su propia madre, su abuela. Ella no los tenía del mismo color que la mayor parte de la familia, y aunque las gemelas sí, tenía la impresión de que miraban distinto. Se sentía como si fuese alguien más.

Como el monstruo.

Reprimió un escalofrío. Debía abandonar aquel pensamiento infantil.

Los monstruos no existen, Ama.

—Sabes que Élode es mi tía —siguió Citra, más bajo. Las gemelas llevaban su conversación, ajenas a ellas, por un camino diferente al de los reclamos—, estoy esperando que me lo cuenten primero. Creo que ya sé lo que tengo que saber, pero es mejor si me lo dicen.

Ella se limitó a asentir, sin observarla directamente por más tiempo. Citra no paraba de balancear los pies al borde de la mesa, la prenda roja del uniforme se le había subido por el movimiento, revelando el pantalón y las zapatillas que solían permanecer a resguardo de la tela.

—Es la forma en que funciona —Dedos delgados y endurecidos por múltiples callos le presionaron la barbilla, instándola a que alzase la mirada. Amatista asintió, de nuevo—. No te preocupes, el título no cambia algo. Te intentarán decir que sí, pero hazme caso a mí, ni siquiera Élode es maravillosa todo el tiempo, mucho menos cuando está en casa y la regañan.

Citra dio por finalizada su charla cuando le mostró un amago de sonrisa. Poniéndose de pie de repente, impulsada por las manos y brazos, quedó sobre la mesa y llamó a las gemelas. Un momento más tarde, la encargada de la biblioteca la había visto y las paredes retumbaban por los gritos. Ninguno era de las chicas.

Amatista observó a las gemelas reírse. Calipso se doblaba desde el abdomen, Kalliope intentaba cubrirse la boca para disimularlo, mientras Citra era reprendida, fingía asentir y estar de acuerdo con lo que la anciana le decía, pero hacía expresiones extrañas, arrugando la nariz y torciendo la boca, en cada despiste que tenía. Cuando se quedaron tranquilas, Amatista volvió la mirada hacia el libro en sus manos, y tras un suspiro, comenzó a leer lo que debía repasar.

Estuvieron en la biblioteca hasta que fue la hora de comer. Apenas se unió a la conversación a partir de ese punto, con algunos asentimientos y monosílabos cuando se dirigían a ella. Los temas que Mónica le pidió estudiar se arremolinaban en su cabeza, y era más práctico concentrarse en su tarea, que pensar en ser elegida, pisar Tallara, ser arrastrada de vuelta. En ver al monstruo.

Sobre todo, en verla.


Caminaron hacia el comedor, uniéndose a las filas de las demás estudiantes que se trasladaban desde diferentes puntos de la Cúspide por el mismo motivo. Las más jóvenes, de seis a siete años, se abrían paso a empujones, colándose entre las muchachas, deslizándose bajo sus brazos, sacudiendo uniformes ajenos, y entre risas, sólo le pedían la bendición a aquellas que conocían y a la instructora de guardia en la puerta, antes de correr hacia una de las mesas largas en las que se amontaban.

A partir de los ocho, el programa de estudios ya incluía modales y etiqueta, y al ser las más entusiastas por hacerlo bien, la mayoría intentaba caminar erguida, sin ver el suelo, recibiendo comentarios de la instructora al pasarle por un lado (“no levantes tanto la barbilla, espalda recta, no te aprietes las manos…”).

El Bloque Perla, para ese momento, estaba conformado por las estudiantes de mayor edad. El año anterior, las del Bloque Jacinto, que solía ocupar ese puesto, recogieron sus pertenencias y se marcharon; en poco tiempo, la casa fue dispuesta para el siguiente grupo, unas niñas de seis años recién escogidas de las Tollen de las costas de Tallara, a las que no conocía de nada.

En total, debían ser un poco más de cincuenta. Las dos mesas del comedor tenían lugar para casi trescientas personas, así que les resultaba sencillo acomodarse en grupos de edades, sin que alguna se quedase sin asiento o tuviese que relacionarse con las de los otros niveles.

Las instructoras ocupaban una mesa más pequeña al fondo; no solían acercarse, por lo que las conversaciones indistinguibles en el bullicio general no tenían quien las juzgase o corrigiese. Ahí, se les olvidaban las normas y la etiqueta se hacía un poco más flexible, porque todas estaban cansadas y a ninguna le importaba si alguna usaba el cubierto incorrecto o se atragantaba.

La comida les era servida por trabajadoras elegidas por las mismas Tollen, los platos se recogían una vez que la mesa completa hubiese terminado. No podían levantarse antes de ese momento, a menos que tuviesen una razón específica.

Esa noche, su permiso para retirarse de la mesa con antelación consistió en que Mónica la llamó para que se aproximase al área de instructoras y dio inicio a su cuestionario de once preguntas. Amatista titubeó un par de veces, más que nada porque instructoras con las que no se relacionaba oían sus respuestas. Calipso vino después. Ella le respondía con aire distraído, largándose a dar detalles y términos complejos sólo cuando la instructora se lo exigía.

Porque eran aburridos, se justificó frente a Mónica cuando le preguntó por qué los llamaba por nombres simples, en lugar del que les correspondía dentro de la Sacra Ciencia, si en realidad se los sabía de memoria.

Al terminar, Mónica se llevó a Calipso por una de las puertas laterales, rara vez utilizadas, que daban a los despachos de las instructoras. Otro lugar prohibido para estudiantes regulares.

Citra se cambió de asiento para ponerse a su lado cuando Amatista regresó a la mesa. La codeó sin fuerza y le prometió que Calipso estaría bien. Amatista se lo agradeció con una pequeña sonrisa que esperaba que fuese convincente.

No tuvo tiempo de preguntarle a Calipso qué ocurrió, porque apenas la vio dirigirse hacia la mesa desde la sala lateral, Mónica la llamó con un gesto. Cuando se alejaba, sin embargo, le pareció escuchar vítores entre las chicas, y al mirar por encima del hombro, notó que su prima se había subido a una silla y simulaba dar un discurso, ignorando con maestría a las instructoras que le ordenaban bajarse de ahí.

—¡…porque yo seré su nueva Santa —gritó Calipso, llevando a cabo un gesto que pretendía abarcar el comedor, a Lunea, las Tollen, el mundo; sólo ella podía saberlo. El Bloque Perla era todo aplausos, porque una Santa era lo máximo a lo que podía aspirar cada nivel—, guía de las Tollen, protectora de Tallara!

La puerta de la oficina las separó de los murmullos que comenzaban a responder a sus palabras. El lugar era estrecho y contaba con poca luz. Amatista no sentía ganas de tomar asiento, ni la instructora se lo pidió.

—Esto es para ti —Mónica tampoco perdió el tiempo en consideraciones. Sacó un sobre amarillento y desgastado de una gaveta, lo colocó sobre la mesa y asintió para indicar que podía tomarlo—. ¿Reconoces la letra?

Vacilante, Amatista se aproximó al escritorio y lo sujetó. Tuvo que darle la vuelta, antes de encontrar alguna palabra.

“JAT, desde el Tormenta Inminente.

Entréguese a Amatista J. Tollen, donde corresponda”

Tuvo que tragar para bajar el nudo que se le formó en la garganta. Asintió con ganas, varias veces, y abrazó el sobre sin abrir contra su pecho, como si pensase que la mujer se lo arrebataría en cualquier instante.

Mónica le dedicó una mirada larga y extraña. Después asintió de nuevo y le puso una mano en el hombro.

—Podemos hablarlo luego. Sal cuando estés lista, cariño.

La instructora la dejó sola en el despacho. La puerta volvía a quedar cerrada detrás de ella. Amatista apoyó la espalda contra la pared más próxima cuando sintió que las piernas le fallaban.

Rompió el sobre con dedos temblorosos que no cooperaban y tuvo que recoger los pedazos de papel del suelo, a medida que se deslizaba hasta quedar sentada en el. Sacó la única página de su mensaje y la desdobló.

Era cierto que aquella no era su letra, pero nadie más le escribiría con esa abreviación, ni desde tal ubicación. No le importaba más la letra que el contenido. Hace meses que fue la última noticia de Jades.

“Día de correo, antes del mediodía. ¿Recuerdas la puerta este, la pequeña de ese jardín al que nadie va? Te espero.

No estoy en problemas, lo juro.

Te adora,

JAT”

La risa murió en su garganta cuando las lágrimas se le agolparon en los ojos. Se levantó deprisa, tambaleándose. Apenas giró, abrió la puerta y la dejó cerrarse con un ruido estridente detrás de sí.

Las chicas entonaban una canción vieja, que empezaba cada estrofa con “los hombres van al mar, las Tollen a pelear”, y se notaba que la imaginación de Kalliope y Citra se encontraba detrás de varias líneas recién inventadas. Las instructoras tenían expresiones de medido horror y asombro, pero ninguna parecía convencida de si era su deber detenerlas o no.

Calipso se percató de su presencia enseguida y bajó de un salto de la silla. Extendió los brazos hacia ella, lista para recibirla en un abrazo de celebración.

Le tenía noticias. Amatista también.